❝Vi la luna sola, incapaz de compartir su fría belleza con nadie.❞
La oscuridad gélida con la que contaba el cielo, hogar de dioses a donde ella era perteneciente, se encontraba apacible y monótona como hacía muchos años solía ser. Después de todo, seguía la misma rutina de siempre: primero, su hermana Eos rodeaba los océanos para anunciarle a su hermano Helios por medio de cantos que recubrían cada surco de la tierra proveniente de los ruiseñores agradecidos en señal de un nuevo comienzo, la llegada del día impaciente por la puesta del Sol adornando el claro cielo para iluminar con esperanza, color y calor la llegada de un nuevo día lleno de esplendor. Y así, una vez el viaje de Helios tan esperado por muchos diera por terminado, era el turno de la enigmática Selene para actuar sobre la oscuridad tan placentera envuelta de misterios, silencios y movimientos finos de unas cuantas criaturas que desde la tierra le hacían compañía en esas noches tan solitarias.
Días, meses, años, transcurrían en esa misma rutina tan presos a la que se encontraban sometidos pero debía cumplir con su deber. Sin embargo, una noche de verano algo comenzó a cambiar en la tierra, algo fuera de lo habitual a la que tan acostumbrada estaba y sin darse cuenta, su interior se había inquietado por ser parte de aquel suceso tan desconocido para ella. En el monte Larmos, un pastor se dedicó a contemplarla cada que terminaba sus tareas diarias, nutriéndose de amor cada noche un poco más hasta quedar dormido con su desnudez bajo los rayos tenues de los astros sin darse cuenta que se había enamorado de aquella mujer protectora de la noche tan distante pero tan atrayente, y ella, encantada por el misterio que aquel hombre envolvía decidió ser partícipe, por lo cual una noche azul de esas tan especiales, descendió a la tierra para contemplar al misterioso pastor mientras dormía con su musculatura al descubierto y lo amó profundamente. Desde entonces, cada que él caía en ese sueño después de contemplarla, Selene siempre bajaba para recostarse junto a él sintiéndose por primera vez cálida, en compañía, completa y es que finalmente alguien era su luz en esa oscuridad a la que vivía tan acostumbrada.
— Mi amado Endimión, dueño de mi amor, te acompañaré siempre que duermas así que por favor, no te alejes de mí, labrador de mi pasión. Que yo tan eterna en estas noches vacías a las que estoy condenada no puedo sentirme viva si no es a tu lado. Quédate conmigo, en alma y cuerpo, te necesito. — le susurraba cada noche a su amado luego de que ambos hubiesen confesado su amor, esperando a que él jamás se alejase de su lado sin importar lo terrenal y efímero que Endimión fuese porque no hay nada más agobiante como ser poseedora de la inmortalidad dependiendo de lo mortal. Lo deseaba para ella, aunque solamente fuesen amantes en la noche.
— Oh, Zeus, venerado dios del Olimpo. Te imploro con mis más fervientes deseos que le concedas a mi amado Endimión la inmortalidad para poder contemplar nuestros deseos sin interrupción. — había recurrido a Zeus para que se apiadara de ella tan solitaria que años atrás había sido y que finalmente había podido encontrar su compañía tan llenadora pues Endimión comenzaba a envejecer, su cuerpo se marchitaba y cuán profundo dolor ella sentía en lo más recóndito de su interior. Lo perdía y se rehusaba a que eso sucediera.
Por esto, Zeus al observar aquella situación de los dos amantes, decidió ayudar pero con una condición, el cual Endimión no sufriría el paso del tiempo mientras estuviese dormido pero envejecería solo cuando estuviese despierto. Así, Endimión le hizo prometer a Selene que siempre lo acompañase en sus sueños cubriéndolo y protegiéndolo con sus rayos tan penetradores mientras se juraban un amor celestial, acompañados de poetas que en las noches donde los amantes se encuentran se vuelven los protagonistas de noches melancólicas en busca de un amor de verdad.
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